Los villanos del 2000: el poder de la clausura
“Un gran poder, conlleva una gran responsabilidad”. Esa es la frase que utilizó el tío de Peter Parker para guiar a su sobrino que terminó convirtiéndose en Spider-Man.
Saliendo un poco de la ficción y volviendo a la realidad que nos toca vivir, aunque no hayan superhéroes ni mujeres maravillas, lo que no faltan son villanos. Quizás villanos no por el hecho de delinquir y querer conquistar el mundo, sino por el hecho de que con un acto de maldad perjudiquen a unos pocos inocentes.
Estos villanos tampoco vuelan ni atraviesan paredes. Solo salen de noche, como Batman, pero en vez de defender a Ciudad Gótica, perjudican a locales de la Ciudad de Buenos Aires. Y probablemente, muchos de estos villanos no sean malos por naturaleza, sino que no saben utilizar el gran poder que llevan consigo: un simple sticker rectangular que dice “Clausurado”.
Después de la tragedia de Cromañon en diciembre de 2004, estos villanos salieron de sus cuevas. En un principio para hacer lo que tenían que haber hecho desde que entraron en sus cargos de “Inspectores Municipales”, y por otro lado, porque con el poder de cerrar boliches y bares, podrían obtener más beneficios que solo pidiendo sus bonos contribución de cada mes.
Ahora, no solo controlan hasta el mínimo detalle si cada local cumple con los requisitos correspondientes, sino que le buscan el pelo al huevo, inventando artículos y modificando las normativas según les convenga en su discurso. Así, estos villanos logran en la mayoría de los casos su principal objetivo: sumar multas para cobrar.
Y para colmo, la “burrocracia” los ampara, ya que salvo algunos pocos que se pueden rodear de buenos abogados, es muy difícil plantárseles y decirles que no, porque es preferible pagar una multa de pocos pesos y dar vueltas dos mesas, a que clausuren un pequeño local durante semanas o meses.
La misma burocracia que por burra, se preocupa que en un recital de rock, en donde una banda toca para 50 personas en un lugar que respeta todas las normativas impuestas por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y que no es una pocilga en donde el techo se cae abajo, un individuo (si, uno solo de 50, en donde la mayoría fuma) no pudo controlar su vicio y prendió un pucho.
Por un pucho, se perjudica el trabajo de días, semanas y meses. Por un pucho, tres bandas que no viven de lo que más les gusta, sufren una amargura en el día que más tenían que disfrutar. Por un pucho, un grupo de personas que se pueden contar con los dedos de una mano, no pueden ir a ver a la banda de sus amigos, a la banda que descubrieron y les gustó, a la banda que invirtió plata, tiempo y esfuerzo para ser lo más profesional posible.
Un pucho es más importante que la corrupción. Un pucho es más importante que esté todo en regla. Un pucho encendido en un local chico, que se gana el pan con el trabajo diario, es la causa para arruinar una noche, amargar sueños, sacar ganas y clausurar injustamente un lugar.
¿Y por qué digo esto último? Porque por ejemplo, nunca vi que clausuraran por la misma razón lugares en donde tocan bandas con cierto vuelo. Lugares privilegiados por su curriculum e historia, pero que la ley les obliga a que nadie fume dentro de su recinto, y no cumplen. Escenarios que viven gracias a que las bandas que tuvieron la suerte de sumar tanto público pudieron tocar libremente en lugares más chicos, los mismos que hoy más sufren.
Y la pregunta del millón... ¿Quién los controla a ellos? ¿Quién clausura su mal actuar? ¿Es más importante cobrar una multa o dar la lección y decirle al único que no se pudo controlar que apague el cigarrillo? Porque si uno solo de cincuenta está fumando, claramente no es porque el lugar lo permita.
Previnir y educar, es anterior a sancionar.